Muchas
teorías afirman que el ser humano alcanzará la inmortalidad antes o después. Ya
en la actualidad alargamos la vida como un chicle, desterramos enfermedades,
minimizamos otras. Hay estudios que también se centran en la reproducción
genética de las estrellas de mar, por lo que algún día puede que incluso seamos
capaces de recrear nuestros propios órganos mágicamente como un Terminator.
Pensaba
en esa vida, esa que roza la inmortalidad o se la queda. Esa que firma un
tratado con el tiempo para detenerlo, y se adueña de él. Nunca más habría
funerales ni despedidas, nunca más habría dolor ni convalecencia, ni
enfermedad, ni pérdida. Pensaba en esa fantasía ideal con la que todo hombre ha
soñado, y decidí que no la quería.
Por
supuesto no hablo del dolor. El dolor es una mierda. El dolor no es más que una
alarma de nuestro sistema físico para hacernos notar que algo no marcha, para
que apartemos la mano de una cafetera ardiendo, o para que vayamos al médico a
mirarnos la garganta. Pero en muchas ocasiones es una alarma absurdamente larga
y exagerada. Así que fuera el dolor, pero no la muerte.
Si pienso en una vida eterna me da tanto miedo como una muerte eterna. Despertar cada día, por toda la eternidad, siempre, sin pausa, sin final, todo el tiempo, como una jaula de la que no se puede escapar. ¿Alguien comprende el concepto de eternidad? Creo que nosotros somos tan efímeros que no somos capaces de figurarlo.
Y
lo sé. Sé que despedir a un ser querido es siempre un momento desgarrador, amargo
y terrible. Un momento que a veces es imposible incluso superar. Y es curioso,
porque la humanidad lleva muriendo desde que puso un pie en la Tierra, pero aún
no hemos sido capaces de encajarlo. Y esto sucede porque en la actualidad la
muerte es tabú. El mundo parece estar confabulado para distraernos siempre de
este hecho. ¿Y por qué?
Deberíamos
aprender a aceptar que la vida es solo la etapa de un viaje mucho más largo, y
que como cualquier etapa, después de un tiempo acaba, y comienza otra. Si nos
fijamos en la naturaleza, después del día siempre viene la noche, y después
vuelve el día y de nuevo la noche. Todo es un ciclo. ¿Por qué la vida no habría
de estar regida por las mismas leyes?
Entonces
lo entiendo. Me gustaría vivir un millón de años, pero solo si supiese que
tarde o temprano abriré una nueva puerta a lo desconocido, a la próxima gran
aventura, a la mejor y mayor aventura a la que nadie me pueda invitar jamás. A
fin de cuentas, la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma.
Cuando
caminas por un bosque que no ha sido domesticado por la mano del hombre, no
sólo ves abundante vida a tu alrededor; también encuentras a cada paso árboles
caídos y troncos desmoronados, hojas podridas y materia en descomposición.
Dondequiera que mires, encontrarás muerte además de vida.
Al
escrutarlo más de cerca, descubrirás que el tronco que se está descomponiendo y
las hojas podridas no sólo hacen nacer nueva vida, sino que ellos mismos están
llenos de vida. Los microorganismos están actuando en ellos. Las moléculas
están reordenándose. De modo que no hay muerte por ninguna parte. Sólo existe
una metamorfosis de las formas de vida. ¿Qué puedes aprender de esto?
La
muerte no es lo contrario de la vida. La vida no tiene opuesto. Lo opuesto de
la muerte es el nacimiento. La vida es eterna.
A
lo largo de los siglos, los sabios y los poetas han reconocido la cualidad
onírica de la existencia humana: aparentemente tan sólida y real, y sin embargo
tan efímera, que puede disolverse en cualquier momento.
En
la hora de tu muerte, la historia de tu vida puede parecerte como un sueño que
está llegando a su fin. Sin embargo, hasta en un sueño tiene que haber una
esencia que sea real. Debe haber una conciencia en la que ocurra el sueño,
porque de otro modo no soñarías.
Esa
conciencia..., ¿la crea el cuerpo, o es la conciencia la que crea el sueño de
un cuerpo, el sueño de ser alguien?
¿Por qué la mayoría de los que han revivido después de la muerte
clínica han perdido el miedo a la muerte? Reflexiona
sobre ello.
Por
supuesto que sabes que vas a morir, pero eso no es más que un concepto mental
hasta que te topes por primera vez con la muerte «en persona»: por medio de una
enfermedad grave, de un accidente que te ocurre o le sucede a alguien cercano a
ti o por el deceso de un ser querido, la muerte entra en tu vida haciendo que
te des cuenta de tu propia mortalidad.
La
mayoría de las personas se alejan atemorizadas de la muerte; pero si no te
acobardas y afrontas el hecho de que tu cuerpo es pasajero y podría desvanecerse
en cualquier momento, se produce cierta desidentificacíón, por pequeña que sea,
de tu forma física y psicológica, del «yo». Cuando ves y aceptas la naturaleza
impermanente de todas las formas de vida, te sobreviene una extraña sensación
de paz.
Afrontando
la muerte, tu conciencia se libera, en cierta medida, de la identificación con
la forma. Por eso, en algunas tradiciones budistas los monjes visitan
regularmente los cementerios para sentarse y meditar entre los difuntos.
En
las culturas occidentales, la negación de la muerte sigue estando muy
extendida. Incluso la gente mayor trata de no hablar ni pensar en ella, y
existe la costumbre de ocultar los cuerpos de los muertos. Una cultura que
niega la muerte será inevitablemente superficial, pues sólo se preocupa por la
forma externa de las cosas. Cuando se niega la muerte, la vida pierde su
profundidad. La posibilidad de saber quiénes somos más allá del nombre y la
forma, la dimensión trascendente, desaparece de nuestras vidas porque la muerte
es la puerta a esa dimensión.
La
gente suele sentirse incómoda con los finales, porque cada final es una pequeña
muerte. Por eso, en muchas lenguas, la palabra «adiós» significa «volveremos a
vernos».
Cuando
una experiencia —una reunión de amigos, unas vacaciones, que tus hijos crezcan
y se vayan de casa— llega a su fin, mueres un poco. La «forma» que esa
experiencia tenía en tu conciencia se disuelve. Esto suele producir un
sentimiento de vacío que muchas personas prefieren no sentir, no afrontar.
Si
puedes aprender a aceptar, e incluso a dar la bienvenida a los finales de tu
vida, tal vez descubras que el sentimiento de vacío, que inicialmente te
pareció incómodo, se convierte en una sensación de espacio interno que es
profundamente apacible.
Aprendiendo a
morir diariamente de este modo, te abres a la Vida.
La mayoría de las
personas sienten que su identidad, su sentido del yo, es algo increíblemente
precioso que no quieren perder. Por eso tienen tanto miedo a la muerte.
Parece
inimaginable y pavoroso que el «yo» pudiera dejar de existir. Pero confundes
ese precioso «yo» con tu nombre y tu forma, y con la historia asociada a él.
Ese «yo» no es más que una formación temporal en el campo de conciencia.
Mientras
sólo conozcas la identidad vinculada a la forma, no serás consciente de que esa
preciosidad es tu propia esencia, tu sentido Yo Soy más interno, que es la
conciencia misma. Es lo eterno en ti, y eso es lo único que no puedes perder.
Cada
vez que se produce una gran pérdida en tu vida —como la pérdida de posesiones,
de tu hogar, de una relación íntima; o la pérdida de tu reputación, de tu
trabajo o de tus capacidades físicas—, algo muere dentro de ti. Sientes que
mengua tu sentido de identidad. También podrías sentir cierta desorientación.
«Sin esto..., ¿quién soy yo?»
Cuando
una forma con la que te habías identificado inconscientemente y que
considerabas parte de ti te deja o se desvanece, eso puede ser muy doloroso.
Podría decirse que deja un agujero en la trama de tu existencia.
Cuando
te ocurra algo así, no niegues ni ignores el dolor o la tristeza que sientes.
Acepta que están ahí. Date cuenta de la tendencia de la mente a construir una
historia en torno a esa pérdida en la que se te asigna el papel de víctima. El
miedo, la ira, el resentimiento o la autocompasión son las emociones que
acompañan a ese papel. A continuación, registra de lo que está detrás de esas
emociones y detrás de la historia fabricada por la mente: ese agujero, ese
espacio vacío. ¿Puedes afrontar y aceptar esa extraña sensación de vacío? Si lo
haces, tal vez descubras que ya no te da miedo. Quizá te sorprenda descubrir la
paz que emana de él.
Cada
vez que se produce una muerte, cada vez que una forma de vida se desvanece,
Dios, el informe e inmanifestado, brilla a través de la abertura dejada por la
forma disuelta. Por eso lo más sagrado de la vida es la muerte. Por eso la paz
de Dios puede llegar hasta ti en la contemplación y en la aceptación de la
muerte.
¡Qué
efímera es cada experiencia humana, qué breves nuestras vidas! ¿Hay algo que no
esté sujeto al nacimiento y a la muerte, algo que sea eterno?
Considera
este hecho: si sólo existiera un color, digamos el azul, y el mundo con todo lo
que contiene fuera azul, entonces no habría color azul. Es necesario que haya
algo que no sea azul para poder reconocer el color azul; de otro modo no
«destacaría», no existiría.
Asimismo,
¿no hace falta que haya algo no pasajero ni impermanente para poder reconocer
la evanescencia de todas las cosas? En otras palabras: si todo, incluyéndote a
ti mismo, fuera impermanente, ¿llegarías a darte cuenta de ello? El hecho de
que seas consciente y puedas testificar la naturaleza pasajera de todas las
formas, incluyendo la tuya, ¿no implica que hay algo en ti que no está sometido
a la muerte?
A
los veinte años eres consciente de tener un cuerpo fuerte y vigoroso; sesenta
años después eres consciente de tener un cuerpo envejecido y débil. Es posible
que tu forma de pensar también haya cambiado desde que tenías veinte años, pero
la conciencia que sabe que tu cuerpo es joven o viejo, o que tu forma de pensar
no es la misma, no ha cambiado. Esa conciencia es lo eterno en ti: la
conciencia misma. Es la Vida Una sin forma. ¿Puedes perderla? No, porque eres
Ella.
Algunas
personas entran en una paz profunda y se vuelven casi luminosas justo antes de
morir, como si algo brillara a través de la forma que se está desvaneciendo.
A
veces ocurre que personas muy enfermas o mayores se vuelven casi transparentes,
metafóricamente hablando, en las últimas semanas, meses o incluso años de sus
vidas. Cuando te miran, puedes ver la luz que brilla a través de sus ojos. No
queda sufrimiento psicológico. Se han rendido, y por tanto la persona, el «yo»
egótico de fabricación mental, ya se ha disuelto. Han «muerto antes de morir»,
y han encontrado esa profunda paz interna que es la realización de lo inmortal
dentro de ellos.
Cada
accidente o desastre contiene una dimensión potencialmente redentora de la que
no solemos ser conscientes.
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La
muerte no es una anomalía ni el suceso más negativo, como la cultura moderna
quiere hacemos creer, sino la cosa más natural del mundo, inseparable de -y tan
natural como- su opuesto polar, el nacimiento. Recuérdalo cuando estés sentado
junto a un moribundo. Estar presente como testigo y compañero en la muerte de
una persona es un gran privilegio y un acto sagrado.
Cuando
te sientes como la persona moribunda, no niegues ningún aspecto de esa
experiencia. No niegues lo que está ocurriendo ni niegues tus sentimientos. El
reconocimiento de que no puedes hacer nada podría hacer que te sintieras
impotente, triste o enfadado. Acepta lo que sientes. Después ve un paso más
allá: acepta que no puedes hacer nada, y acéptalo completamente. No controlas
lo que está pasando. Ríndete profundamente a cada aspecto de la experiencia,
tanto a tus sentimientos como a cualquier dolor o incomodidad que el moribundo
pueda experimentar. Tu estado interno de rendición y la quietud que lo acompaña
serán una gran ayuda para el moribundo que facilitará su transición. Si es
necesario decir algo, las palabras brotarán de tu quietud interior. Pero serán
secundarias.
Con
la quietud viene la bendición: la paz.
“Sin quieres ser
inmortal y perpetuarte en el tiempo, lo que tienes que hacer es una buena obra,
un descubrimiento importante que sirva para la humanidad o una hazaña muy
relevante. que no pierda vigencia y que esta acción lleve tu nombre”
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