Es
una de las más brillante creaciones del hombre, pues sin él jamás podríamos
alimentar a los miles de millones de habitantes del mundo actual.
En
primer lugar, conviene aclarar que el dinero no es más que una simple convención.
Su solidez se basa en la confianza que debe tener su poseedor en que podrá
cambiar ese trozo de metal, o papel, por bienes del país emisor de una
determinada moneda.
El
dinero nació por la necesidad de los individuos, y los pueblos, de poseer un instrumento eficaz con el que
poder realizar intercambios de bienes.
En
la remota antigüedad, en sociedades mucho más elementales que la nuestra, esas
transacciones se limitaban al mero intercambio de mercancías entre las
personas. Así, por ejemplo, aquel que poseía excedentes de trigo procuraba
cambiarlos por cuero para vestirse, con aquel que producía más del que
necesitaba. Probablemente ahí nació el arte del regateo, que todavía hoy
persiste en muchos lugares del mundo, pues debía resultar difícil determinar cuánto
trigo había que entregar a cambio, por ejemplo, de una piel de cordero. Cabe
suponer que esas transacciones se llevarían a cabo tras largas veladas de
discusiones que, ciertamente, tendrían su encanto.
Las
cosas se fueron complicando cuando, como consecuencia del crecimiento
demográfico y de la especialización de la producción, comenzó a ser difícil
realizar intercambios comerciales de cierta importancia y equiparar precios y
valores, lo que suponía un freno evidente para el comercio a mayor escala. Esta
cuestión se resolvió con la ingeniosa invención de lo que hoy conocemos como el
dinero. Con su nacimiento, el comercio se expandió
rápidamente, pues facilitó el intercambio de mercancías, tanto entre las
personas individualmente como entre los pueblos.
En
un primer momento, a falta de un sistema monetario, se comerciaba tomando como
elemento de referencia las gallinas, las vacas o los cerdos. De hecho, las
primeras monedas romanas que se acuñaron llevaban grabadas imágenes de estos
animales y recibían el nombre de pecunia, término derivado de pecus, que en latín significa “ganado”.
Pero,
en realidad, ¿qué es el dinero? Como dijimos al principio se trata de una convención, de un acuerdo
no escrito, pues, físicamente, suele
ser un trozo de metal o de papel sin apenas valor en sí mismo.
Sin
pretender ofrecer aquí un análisis de su evolución a lo largo de la historia,
señalaremos algunos puntos importantes que pueden arrojar alguna luz sobre él.
Hasta
hace poco tiempo el conjunto de dinero que cada país ponía en circulación
correspondía al valor total de las reservas de oro existentes en el banco
estatal. Era la Economía de la Escasez. Este sistema se ha prolongado desde la
antigüedad hasta casi nuestros días. El dinero entonces era una especie de
cheque al portador, de vencimiento inmediato, emitido por el Estado y que el poseedor esperaba
poder convertir en su valor
concreto en oro. Por ejemplo, si el banco de Francia
tenía en sus arcas cien toneladas de oro, fabricaba y ponía en circulación
monedas y billetes por un valor total equivalente; su división en unidades
menores daba lugar a lo que se conoce como divisa o moneda nacional, a la que
cada país da un nombre distinto. Ello significaba que cualquier moneda en
circulación estaba garantizada, en su valor,
por el porcentaje equivalente de oro depositado en el banco estatal. En
otras ocasiones, incluso, las monedas eran fabricadas directamente en oro o
plata, por lo que adquirían valor por sí mismas.
Este
sistema -el del oro como patrón-, dejó de utilizarse a mediados el siglo pasado
como consecuencia de la crisis deflacionista de 1929. Lo sustituyó un complejo
sistema, dirigido normalmente por los bancos centrales de cada país -con mayor o menor independencia de sus respectivos gobiernos-, en el que se tienen en cuenta múltiples factores a
la hora de decidir la cantidad de dinero que hay que poner en circulación: El
producto interior bruto (PIB), las necesidades de circulante de empresas y
particulares, así como de los Estados, las balanzas de pago, la inflación,
etcétera.
Este
nuevo sistema ha creado la Economía de la Abundancia, porque su implantación
permite que el número de personas con un razonable nivel de vida pueda ir aumentando continuamente al no tener más límites la producción
de dinero, que la imaginación y esfuerzo de las personas
por crear riquezas.
¿Qué es la
bolsa de valores?
La
Bolsa nació como un instrumento financiero para las empresas, complementario o
sustitutivo del crédito tradicional. A su vez, se ha convertido en un mecanismo
de socialización de las compañías, pues permite que cualquier ciudadano pueda
acceder a su propiedad por poco dinero.
Las
empresas que necesitan una inyección de capital para poder afrontar nuevos
proyectos, o estabilizar los que se encuentran en fase de desarrollo, tienen la
oportunidad de conseguirlo de aquellas personas o entidades que les confían sus
ahorros y que, por ese motivo, se convierten en accionistas.
La
principal ventaja que tienen las compañías que cotizan en Bolsa es que, además
de obtener financiación, no pagan intereses por el dinero recibido, a
diferencia de lo que sucede con los créditos. El accionista o inversor, por su
parte, se convierte en copropietario de la empresa y, por tanto, se halla sujeto a la evolución económica de ésta.
En otras palabras, si la empresa de la que ha comprado acciones obtiene
beneficios, una parte de ellos serán para él, siempre en función de su
porcentaje de participación. Ahora bien, si la empresa genera pérdidas el
accionista puede llegar a perder todo el capital invertido en ella.
Esta
herramienta financiera, como decíamos, ha desempeñado un papel fundamental en
el crecimiento de las empresas en las últimas décadas y ha socializado la
participación en ellas, pues, en todo el mundo, existen millones de pequeños
inversores que destinan sus ahorros a la compra de acciones en el mercado
bursátil. Estas inversiones se conocen como capital-riesgo, porque si la
empresa genera pérdidas las acciones bajan de valor y parte de los ahorros se
pierden; pero si da beneficios el accionista puede participar de ellos y
revalorizar su participación.
No
obstante, existe un valor subjetivo de las acciones que tiene cada día mayor peso, derivado de la ley de la oferta y la demanda.
Si unos títulos
tienen muchas solicitudes —más dinero comprador que vendedor—, su precio
tiende a subir; la mayor parte de las veces ello obedece a movimientos gregarios
de los compradores más que a los resultados de las cuentas de
explotación de las empresas afectadas. Por el contrario, las acciones bajan
cuando el número de compradores —la cantidad de dinero comprador— es inferior a
la oferta de títulos que se realiza a un precio determinado.
Este
comportamiento ha provocado que los movimientos especulativos sean de tal
envergadura en la actualidad, que se pueden estar sobrevalorando acciones de
empresas que atraviesan una delicada situación económica, e infravalorando
otras con una economía saneada. En consecuencia, con el paso del tiempo, la
Bolsa ha perdido su utilidad como termómetro del estado de salud de la economía
de un país.
El
problema radica en que se han confundido los medios con los fines. Se ha
difuminado el objetivo inicial de la Bolsa como captadora de financiación para
proyectos empresariales, en beneficio del mero juego especulativo que busca el
resultado inmediato. Ya casi nadie
confía durante un largo tiempo sus ahorros a las mismas acciones para recibir
las rentas de los beneficios de las empresas cuando sus proyectos tienen éxito.
En la actualidad los inversores en Bolsa compran y venden acciones compulsivamente,
buscando el beneficio inmediato en la subida o bajada especulativa de los
valores con que negocian. En otras palabras,
la Bolsa se ha convertido, en el fondo, en algo parecido a un
negocio virtual que, en la mayor parte de las ocasiones, no genera riqueza
colectiva alguna.
Sería
interesante considerar el retorno de la Bolsa a sus orígenes, especialmente
tras la globalización de las finanzas, pues ésta provoca que los movimientos
especulativos de Nueva York, por ejemplo, arrastren, y pongan en riesgo, los
ahorros de miles de inversionistas de múltiples países, que ni tienen la
información, ni la formación suficiente, como para poseer el menor control
sobre lo invertido.
¿Cuál debe
ser la función del estado en la economía?
El papel del Estado en una economía moderna debe ser el de regulador de los sectores económicos que intervienen en ella, creando leyes sensatas y consensuadas con los sectores intervinientes, y el de ejercer otras dos funciones fundamentales: la de árbitro en la resolución de los conflictos que puedan surgir, y el de cuidadoso vigilante en el fiel cumplimiento de las normas por parte de los diversos sectores económicos, sobre todo del financiero por su gran capacidad de influencia.
Pero
lo que nunca ha de ser el Estado –salvo muy limitadas excepciones estratégicas
de claro interés general- es empresario, pues no sabe serlo. Cada vez que un
estado se ha convertido en empresario, a medio plazo, ha terminado arrastrando
a los ciudadanos de su país a la pobreza.
Por
otro lado, es necesario saber que los estados no crean ni riqueza ni empleo.
Cuando contratan funcionarios no están creando empleo, están creando gasto. La
razón por la que esto es así –volvemos a la Fórmula- es porque la mayor parte
de los funcionarios realizan actividades que no han nacido de ninguna demanda
natural de los ciudadanos, sino de la decisión de los políticos que ostentan el
poder en ese momento. Es decir, no están produciendo nada que haya sido
solicitado o demandado por la comunidad.
Es
indudable que para que el Estado pueda ofrecer a la sociedad los servicios para
los que existe –seguridad, obras publica, justicia, etc.- debe cobrar impuestos
a los ciudadanos y crear funcionarios para ejecutar estas obligaciones. Pero
debe hacerlo con gran prudencia, pues el aumento de funcionarios en las administraciones
públicas tiene la inevitable consecuencia de aumento de gasto burocrático, y
con ello la obligación de tener que subir los impuestos, lo que lleva a la
disminución de demanda porque hay menos dinero disponible para los ciudadanos,
y, por tanto, estaríamos ante un previsible aumento de desempleo a medio plazo.
No
obstante, en las filosofías políticas presentes, no es aceptable que una parte
de la sociedad viva en la miseria, por ello los estados actuales, a la hora de
gastar el dinero recibido de los ciudadanos por medio de los impuestos, deben
prever partidas de gasto para ayudar a los más débiles. Pero también han de
gestionarlo con mucha prudencia, porque si el número de necesitados de ayudas
va creciendo, el estado se dedicará a aumentar los gastos para atenderlos –y de
camino no perder sus votos-, y sólo lo puede hacer aumentando los impuestos, o
endeudándose, lo que creará más miseria, cayendo en un círculo económico
perverso que no tiene otro final que la ruina de todos. Los estados deben
cuidar que el peso de las clases pasivas no hunda a las activas, que son las
que mantienen la economía en marcha.
Realmente la mejor forma en que los estados
pueden ayudar a los más débiles es colaborando en crear trabajo, y como mejor
puede hacer esto es no dificultando la creación de empresas y alentando a los
emprendedores. Eso lo consigue aportando estabilidad social, reglas de juego
sensatas y consensuadas, y seguridad jurídica.
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