ASÍ COMIENZA EL
RELATO.
Corre,
corre todo cuanto puede. La entrevista es en 15 minutos y no calculó bien el
tiempo que le tomaría ir caminando desde su casa hasta el lugar del encuentro.
Es una oportunidad de trabajo que está cocinando desde hace tres meses y no
puede perderla. Menos cuando en su billetera guarda un pequeño papel con la
lista de todas las personas a las que les debe algo. Es un recordatorio de la
solidaridad y de la comprensión de aquellos que pasaron las mismas dificultades
que él.
Que
el sudor no le preocupe: es síntoma de lucha. De todos modos, antes de entrar
con el entrevistador pide un momento para ir al baño y se seca con el pañuelo
que siempre carga en el bolsillo trasero. Es una tradición que le enseñó uno de
los novios de su mamá para no perder la caballerosidad. También se echa un poco
de la colonia de bebé que le quitó a su hijo esa misma mañana para no oler a
cansancio y derrota.
—Veo
que tiene experiencia en el área, ¿cuáles serían sus fortalezas y debilidades?
—le pregunta una señora con marcas de cigarrillo entre los dedos índice y medio
de su mano izquierda, que debe rondar los 40 años.
—Tengo
la capacidad de trabajar en equipo, soy muy perfeccionista y no me importa
trabajar sin descanso hasta sacar el proyecto. Creo que esa es mi debilidad: me
sumerjo demasiado en lo que hago.
Es
una respuesta elaborada hace decenas de entrevistas que tuvo en Venezuela. Con
cacofonía incluida.
—Listo,
seguiremos con el proceso de selección y, si queda, lo llamamos —sentencia la
señora mientras se levanta de su asiento y le da la mano.
Tenía
la esperanza puesta en que ese mismo día lo iban a contratar. A pesar de todos
los contactos con los que habló, de todos los esfuerzos para enviar su hoja de
vida y las referencias que pidió, reafirma que no hay nada seguro en el camino
del migrante y menos cuando se busca la estabilidad.
Ya
no tiene por qué correr. Puede regresar caminando hasta su casa. En todo caso,
no le queda de otra, ya que solo tiene 50 centavos en su bolsillo y debe
estirarlos hasta que pueda cobrar los trabajos como freelance que no le han
pagado.
Cuando
llegue al parque que está a dos cuadras de su casa, podrá descansar un poco y reflexionar
acerca de todos esos consejos que —solicitados o no— le han dado sobre la
responsabilidad, la madurez y el futuro.
“¿Quién
me mandó a ser periodista?”. “Debí haber estudiado medicina o algo con
números”. “¿Y si regreso a Venezuela?”. “¿Cómo seré capaz de alimentar a mi
familia este fin de semana?”. “¿Será que el mundo se equivoca y yo estoy en lo
correcto?”.
Pensamientos
vagos que se acumulan en su mente cuando se sienta en una banca del parque
rodeado por árboles y un pequeño columpio en el centro. Varios niños se pelean
por usarlo mientras sus padres se reúnen bajo un ciprés para discutir el último
partido de fútbol o la actualidad política de la mitad del mundo. La tertulia
termina cuando un señor vestido con una bata naranja, empujando un carrito con
dos termos grandes y una cesta llena de pan dulce, llega al parque y ofrece un
vaso de morocho —bebida típica de Ecuador— y un pan caramelizado por 50
centavos. Los niños corren hacia sus padres pidiendo dinero para luego hacer
una pequeña fila donde recibirán su cierre perfecto de una tarde de juegos.
Mete
la mano en su bolsillo y siente la única y solitaria moneda que lo llena.
Piensa que a su hijo le encanta el morocho y no hay nada mejor que su sonrisa.
Se levanta con determinación y pide uno. Se queda sin dinero, pero con la
certeza de que al llegar a casa recibirá la recompensa de esa carrera hasta la
entrevista, del sudor en su frente y de la lucha (con su incertidumbre) hacia
la estabilidad económica: la sonrisa y el abrazo de su hijo.
Hace
seis meses conocí a Alfredo. Recién llegaba de Caracas en uno de esos autobuses
que inundan todos los días la terminal terrestre de Carcelén en Quito. Su viaje
había comenzado hacía tres días en la avenida Fuerzas Armadas, donde despidió a
su mamá y hermano menor en el terminal de Ruta de las Américas: “Nunca olvides
que tu fortaleza no se debe disminuir ante las adversidades, debe crecer”, le
susurró al oído su madre mientras se limpiaba las lágrimas en su hombro.
Después de Colombia y Perú, Ecuador se ha convertido en el país que más
venezolanos ha recibido desde que se acrecentó la crisis social y económica de
Venezuela. Unos 5 mil cruzan la frontera desde Ipiales (Colombia) hacia Tulcán
(Ecuador) todos los días; muchos continúan su viaje a pie o en autobús hacia
Lima o Santiago de Chile; otros tantos hacen vida en Quito, Guayaquil, Cuenca o
Riobamba.
Para
Alfredo el plan era sencillo: vivir de los ahorros unos tres meses, conseguir
un alquiler barato, meter hojas de vida en cualquier tipo de trabajo y enviar
algo de dinero para Caracas. El título de periodista quedó colgado en su
cuarto, y los únicos papeles que se trajo determinarían su habilidad para
escribir y encontrar historias, pero también, para marcar la fuerza de sus
decisiones: estaba dispuesto a trabajar en lo que se consiguiera, con el
impulso de tener a su lado a su esposa e hijo.
Y
trabajar en lo que sea fue lo que consiguió. Primero, un trabajo como bodeguero
en una tienda de artículos chinos. Ahí la encargada le encomendó el inventario
y orden de todas las cajas de mercancía que llegaban a diario. ¿Sus
herramientas? Una faja para la espalda y una carretilla oxidada con una rueda
tambaleante. Por tres días clasificó cajas, movió estantes y persiguió a las
ratas que se colaban por las paredes para morder el plástico o la ropa. “¡Eres
bueno! Mañana te enviaré a otra de mis tiendas para que trabajes ahí”, le
comentó Xiu Li, la dueña de cinco tiendas en Quito, quien había recibido buenas
referencias de la jefa de Alfredo. El otro almacén tenía el doble del tamaño, y
Alfredo contaba con las mismas herramientas. Solo duró una semana allí. Al no
llevar el mismo ritmo de trabajo que había demostrado inicialmente le dijeron:
“Oye, ¿qué te pasó? Ya no rindes igual. Gracias por tus servicios”.
Luego
vino el trabajo en un call center. Una actividad más calmada. Mientras
mantuviera su trasero pegado a la silla, el micrófono y auricular activo, y
atendiera las llamadas sin inconvenientes, le pagarían a la semana y podría
acumular algo de capital para no tener que preocuparse por pañales o comida por
un buen tiempo. No contaba con que su supervisor era de aquellos que trata a
sus empleados como cerdos. “Las necesidades no disminuyen tu dignidad. Nunca,
sea en la situación que sea, permitas que te traten como un sujeto sin
identidad”, le había aconsejado su abuela cuando comenzó el bachillerato. Con
esas palabras en su cabeza se enfrentó al supervisor para decirle que el
respeto y la educación son derechos inalienables. Ese mismo día lo despidieron
sin derecho a réplica.
La
desesperación bordeaba los recovecos de la nevera. Una mañana se despertó y
solo contaba con una zanahoria, dos papas, una lechuga y tres huevos. Entonces
recordó que un compatriota necesitaba ayuda para vender hamburguesas en varios
puntos de la ciudad. Salió de inmediato a buscarlo y se encontró con que “el de
las hamburguesas” había decidido cambiar de ramo: ahora se dedicaba a cambiar
dólares por bolívares a través de transferencias.
Alfredo
entra a su casa y su hijo está jugando con la escoba. Su esposa prepara unas
lentejas con arroz y le pregunta cómo le fue. No le responde. Muchas veces en
los silencios están las mejores respuestas. Lleva en la mano derecha el
morocho, y en una bolsita el pan dulce. Deja el bolso en la silla, se quita la
chaqueta y sienta a su hijo en sus piernas mientras saborea cada una de las
sonrisas que comparten. Mañana será otro día de levantarse temprano y buscar,
en el directorio de su memoria, a quién podrá escribirle o cómo podrá buscar un
empleo. Por los momentos, su casa se llena de un olor a especias y sazón. Su
esposa le pide que se dé una ducha mientras está lista la comida. “En lo que
salgas, me ayudas a montar la mesa”.
Se
quita la ropa como quien se deshace de un peso incalculable. La espalda la
tiene tensa y las yemas de los dedos están descamadas. Parece una serpiente que
cambia de piel. Es el estrés. Desde pequeño ha sufrido de esas mudas de piel
cuando se enfrenta a escenarios inciertos. Mientras la ducha Corona calienta el
agua, se pone a llorar. Llora por el cansancio, por lo que pudo ser y por la
nostalgia de aquello que dejó en Caracas.
No
hay suficiente jabón en el mundo para lavar cada una de las experiencias que va
dejando la adultez. Atrás quedaron esos días cuando su única preocupación era
resolver las asignaciones de matemáticas y pedirle a su mamá que le cocinara
unas arepas rellenas con Diablitos para la cena. Mientras busca la toalla para
secarse, su esposa le pregunta si quiere jugo de melón o de guayaba, frutas que
una vecina les regaló hace dos días después de que decidió mudarse para Perú:
“Allá las cosas están mejor. Aquí no hay trabajo, y no quieren a los
venezolanos”. No sabe si creerle o se deja llevar por el consuelo general de
que la mayoría de los ecuatorianos también están buscando trabajo. Quiere
aferrarse al espejismo de que, si no lo logra aquí, ¿por qué habría de lograrlo
en otro lugar?
—¡Vamos,
tenemos que inventarnos una! —le dice su esposa mientras comparten la mesa.
Ella, con sus ojos marrones y su cabello negro ensortijado. Con esa piel
chocolate que lo enamoró hace cinco años.
—¿Qué
tienes en mente? —le pregunta.
—Podemos
conseguir algo de dinero vendiendo la computadora y mi celular. Luego nos
ponemos a vender yogures o tortas en la calle —plantea ella decidida, mientras
le quita de las manos al niño un potecito de vinagre y otro de picante que usan
para echarle a las lentejas.
—Me
parece buena idea —responde él, no tan convencido.
Al
día siguiente, lleva en un bolso la computadora que se compró hace diez años
con su liquidación por cinco años de trabajo en un periódico, y el celular de
su esposa. Se va al centro comercial Montufar, en el sur de Quito, conocido por
sus tiendas de dudosa reputación y por sus vendedores gavilanes que no dejan
pasar una oportunidad para comprar y vender artículos electrónicos de segunda
mano.
“Por
todo te doy 40 dólares”, le dice el quinto vendedor al que le ofrece los
productos. Ha sido la mejor oferta. En su mente se dice que eso no puede ser
todo, que lo están estafando, pero también sabe que debe comprar comida, que
debe multiplicar ese dinero de alguna forma, y termina aceptando el negocio.
Quisiera transformarse en Jack, que al vender la vaca de su madre por tres
habichuelas, recolectó una gran fortuna después de mucho esfuerzo.
Los
encuentros entre Alfredo y yo han sido espaciados en estos seis meses. A veces
una reunión para tomarnos un café, comernos un dulce o pasear por el parque con
su esposa e hijo. Siempre mantenemos contacto por mensajería de texto, donde le
pregunto acerca de su progreso en la búsqueda de empleo y cómo hace para
mantener el pago de la renta y demás menesteres. Es perseverante, pero a la vez
tosco. Me queda claro que hará todo lo posible para mantener a su familia,
luchando contra el orgullo.
Me
cuenta que ha contactado a varias organizaciones no gubernamentales
establecidas en Ecuador para ayudar a los venezolanos migrantes. Una de ellas,
“Chamos Ecuador”, mantiene un refugio al norte de Quito para darle cama y
comida a todas esas familias que llegan sin un centavo. También hay voluntarios
que se han organizado para darles alimentos, asistencia médica y legal a
centenares de personas que pernoctan al aire libre en el terminal terrestre de
Carcelén, porque no tienen cómo pagar un hotel o el boleto que los termine de
llevar a su destino final.
“Ahí
tengo sus contactos. Me da mucha pena tener que parar en un refugio o en un
sistema de ayudas. Mientras pueda caminar con mis dos pies y cargar con mis dos
manos, todo lo obtendré por gasolina propia”, me comenta al mismo tiempo que
observo en sus ojos las ojeras de noches sin dormir. Los venezolanos en el
exterior, al menos los recientes, a pesar de todas las organizaciones nacidas
desde la migración forzada, aún no hemos pulido esa rueda de solidaridad y
apoyo entre compatriotas, pero somos expertos en escuchar y comprender lo que
nuestro gentilicio está experimentando. “Estoy confiando en que mi suerte
cambiará pronto”, me escribe Alfredo en uno de nuestros últimos intercambios de
mensajes de texto.
Cuando
llega a la casa con los 40 dólares, su esposa le dice que ha hablado con la
organización “Chamos Ecuador”. Tienen un proyecto para censar a todas las
venezolanas en el país que tienen hijos y que necesitan de alguna ayuda. Y
ambos empiezan a maquinar un plan para multiplicar el dinero.
Hoja
en blanco, bolígrafos de varios colores y una regla para hacer una plantilla de
presupuesto. Mientras, su hijo juega con una pelota de fútbol que el casero le
regaló antes de que comenzara el mundial de Rusia. “Yo sé que ustedes son del
béisbol, pero aquí se juega fútbol. Como ese niño se criará aquí, es hora de
que vaya conociendo el pasatiempo nacional”, comenta mientras su niño ve
alumbrado aquella esfera recubierta de cuero amarillo.
—Podemos
hacer unos diez yogures al principio, y tratar de venderlos por las bodegas del
barrio. Lo que debo saber es qué precios ponerles —le comenta su esposa
mientras mordisquea uno de los bolígrafos.
—Hay
que ir a los supermercados y abastos para ver el precio —le dice al mismo
momento en que suena su celular.
—Aló.
—¿Señor
Alfredo?
—Sí,
él habla.
—Usted
quedó seleccionado para el trabajo, por favor, preséntese mañana en la oficina
para la firma del contrato.
—…
—¿Señor
Alfredo?
—¡Sí!
¡Sí! Aquí estoy… allí estaré.
Su
esposa ve su cara de asombro, y sin mediar palabras lo abraza y le da un beso.
Un beso que dura una eternidad, un beso que quisiera congelar para siempre.
“Todo va a estar bien, cariño. Todo va a estar bien”, le dice mirándole a los
ojos, mientras el niño práctica los goles y las caídas que van haciendo el
éxito...
Ilustraciones: Walther Sorg.
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